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MIGUEL RUIZ RISUEÑO





Ilustraciónes: José Zazo

 

EL CORAZÓN AMARILLO

huyendo a un lugar que por más que me engañe
y revise los mapas
sólo estará en el espejo en que me reconozco algunas mañanas.
FERNANDO DÍAZ SAN MIGUEL


Ella siempre decía que el mar es una mujer que nos roba los hijos. Ella siempre había vivido tierra adentro, donde las palomas se beben la sangre que luego es devuelta a los sembrados.

Los niños de aquel pueblo solían correr por la playa todas las mañanas de niebla. Se dejaban la risa en una caracola y las lágrimas en los vientos propicios.
Los niños de aquel pueblo tenían el corazón amarillo.
Esto fue descubierto por casualidad una de esas mañanas sin bruma que hacen que el puerto no sólo sepa a madrugada y a peces moribundos. Una de esas mañanas que tanto se echa de menos a quien amamos, porque parece que todavía nos quiere lejos y todavía nos muerde las piernas. Nos muerde y nos besa todavía detrás de la ventana. Era soleado.
Dicen que se lo encontraron, pero es mentira. Todos supieron que había muerto cuando los niños se levantaron diciendo que les dolía la cabeza como si una marejada.
Se vistieron de blanco y fueron a darle un minuto al océano sin saber muy bien si era para tropezar un cuerpo seguro, o para que alguien siguiera clavando los dientes y diciendo una frase que entre paladar y carne no se entendía. Los niños iban detrás hoy, dejándose la risa en los bolsillos porque tenían un dolor de cabeza como si una medusa.

Ella, desde el tiempo de los osarios crecía mundo arriba, donde la sangre que se beben las palomas acaba alimentando a los hombres por tálamos y cocinas. Tal vez por eso, porque hacía mucho que ya comía el pan de la vejez, porque siempre decía que el mar es una hembra que nos roba los hijos, ella adivinó aquel paseo vidrioso y sin brújula ni alisio. Se vistió de blanco y fue a darle un minuto a su enemiga.
Desde su casa, en un alto, podía ver a sus vecinos ,y como tenía los ojos ancianos pensó con cierta melancolía que parecían el reflejo de las nubes y que desde su casa, desde esa altura, sería bastante fácil pisotearles. Aquel día odió un poco menos a las hormigas.
Cuando llegó hasta la playa, aquella mañana en la que la brisa trajo aquel sabor oceánico y umbrío del te quiero de la saliva, ella fue reuniendo a todos sus amigos y a todos sus hijos con todos sus recuerdos y todos sus dolores de cabeza como si rompientes.
Ella, que también había llegado a comprender, que también se había vestido de blanco y también no supo si buscaba la realidad o el espejismo, les explicó que ya sabía lo que significa la última sílaba de la palabra muerte, así que los ordenó en flotas, los hizo en procesiones para segar las dunas, para anticipar la fosa, aventar conchas y peces para separar la arena del destino.

Dicen que se lo encontraron, pero es mentira. Aquella mañana el viento iba dando empujones, iba con el acento del ya no te quiero que tanto se echa de menos en los días soleados. Ese viento que pone tan tristes las olas, que habla con los ojos vueltos y a trompicones, como se dice te quería en los amaneceres soleados de antes. Iba empujando, hablando cosas que ya sólo se buscan a veces detrás de la ventana. Que sólo se buscan a veces. No, no iban a la deriva aunque lo pareciese, por eso no se lo encontraron, porque en la playa, saber que a un niño se le está escapando el contorno es imposible que se sujete a la casualidad o al dolor de cabeza.
Lo vieron todos. Tendido, con la boca del auxilio, sembrado por el escalofrío del buzo, con un cuerpo que era más una rama partida, una estatua desechada por el escultor y la musa. Un cuerpo que gritaba pero que se había dejado el grito en el agua. Y el beso del adiós, que siempre se da en la mejilla, se mezcló con su desnudo.
Ella, que después de tantos años se resistía a que el mar entrase en sus ojos, fue la primera en darse cuenta. Ella, que había nacido tan lejos, le señaló al pecho y no sin cierta melancolía dijo que su corazón era amarillo.
Los otros niños llegaron luego, de blanco y escamas, chapoteando la arena, que sonaba con un ruido pequeño, como suenan los barcos amarrados. Uno a uno, niño por niño, con los ojos grandes y fijos de un faro, le fueron desanclando un adiós, reteniéndole una ola en la garganta y en la memoria, poniendo la caracola con su risa en una región que no es ni el dolor ni el remordimiento ni la luna. Era soleado.
Cuando se le acercó la niña que la noche anterior le regaló su primer beso, ése que él ya nunca recordaría en los días de claridad, aquel beso con sal y cristalitos, aquel mordisco pequeño, mínimo, ruborizado que a él le convirtió en capitán, ella tenía ya por hijo un mar atado en los ojos, un muro de lágrimas que lo hacían nadar desde ella y que sólo desde ella volvían a repetir su naufragio.

Nadie llegó a saberlo con seguridad, pero esa mañana todos se fueron a su casa o a su navío o a sus labores con la extraña sensación de que habían perdido aquel amor antiguo, que tal vez aun les quiere, porque los niños del pueblo tenían el corazón amarillo y se morían sin saber por qué y sin que nadie les echara de menos. Y se morían y la gente iba a buscarles despistadamente, sin saber muy bien si estarían allí o si no estarían, porque en realidad iban dando patadas a todas las cosas para encontrar un terror o un pie descalzo mientras pensaban en el último telegrama que le suplicaron a aquel alguien a quien amaron y mordieron como se muerde la fruta del mediodía. Ya no era soleado.

Al final del día ya no quedaban niños en aquel pueblo. Esto ocurrió a esa hora de la tarde en la que el mar se pone verde y los marineros van dejando una descendencia de olas de otros tiempos por los bares o el hospital. O colgando un cargamento susurrado de arpones y ballenas entre las ojeras y el ombligo de sus mujeres.

Ella pensó que no había nada más alegre que un puerto silencioso, vacío, con las redes vacías y rotas, con la lonja vacía, con una sola persona rota y vacía. Y esa estatua al pescador que pusieron, que no era más que una gran ancla que parecía hundirse, sujetar la soledad extraña del puerto, sujetar las palabras que los días de sol dejan tiritando en las amarras, esas manos que ya no se encuentran y no se buscan, todo eso allí, anclado. Y ese ruidillo casi de charco que hacen los barcos quietos. Sí, ella pensó que no había nada más alegre.
Estuvo paseando durante un rato así, mientras meditaba la razón que habría llevado al mar a alimentarse tanto. De repente, unos dedos que ya no existían volvieron a alcanzarle los senos. Otra vez sintió las espigas, el cénit de la siesta y el sueño, el campanario nocturno que tutelaba la oscuridad donde se prodiga la fuerza del toro, el serrucho inexperto de las caderas antiguas. Todo aquello que en su tierra no tiene azul ni sonrisa, sólo resbalamiento, sólo consecuencias marinas. Cuando esa mano dejó de retrocederle el vientre hasta la seda, miró al océano, enorme, agazapado, y vio algo extraño, algo que a partir de entonces tendría mucha dificultad en los mapas, pero que podía ser casi lógico en aquella tarde sin bruma y sin niños: estaba menguando el nivel del horizonte. El mar se secaba. Ya no era soleado.
Regresó a la playa y encontró a sus vecinos reunidos, en flotas, en procesiones, en enjambres, mirando con curiosidad y trajes blancos el misterioso hueco que se abría entre la puesta de sol y la salpicadura cansada de las olas, la extrañeza lateral de los cangrejos, y el primer despeinado quieto de las algas. El mar estaba seco. No estaba.
A los capitanes se les puso la cara de arena y lo único que fueron capaces de decir es que se habían quedado sin trabajo. Presintieron, a lo lejos, en esa hora que lo tiñe todo de verde, la impotencia del tiburón. Fumaron un rato y se fueron a casa. Y en su casa no había niños.

Aquella noche, como era un domingo tan raro, las gaviotas decidieron violar a las viudas de los marineros para mejorar su tristeza, para redondear el vacío que ellas presintieron en su noche de bodas, el miedo que habían renovado cuando esa mañana se descubrió por casualidad el corazón amarillo del niño muerto.
Dos hijos tuvo cada mujer, uno quería ser pez y otro quería ser pescador. Ella, que siempre había vivido arriba, donde la muerte de los besos se olvida tejiendo la colcha en la que otras palomas dejarán la sangre, dijo que la solución sería traer un mar a trozos de mar de otros pueblos, recobrar, al menos, el pedazo de agua que se puede ver desde las olas hasta el horizonte.
Ella, no sin cierta melancolía, también tuvo que dar a luz y a bruma dos hijos. Pero como uno de ellos dijo que quería ser labrador, a su hermano no le quedó más remedio que ser tierra.

Pero aquel mar era distinto. Tenía un color parecido, su movimiento, su cadencia, su ritmo eran similares a los que tuvo el anterior. Incluso era más hermoso el verde que cogía al atardecer. Era incluso más cálido. Pero ese mar era distinto.
Esto se descubrió por casualidad una de esas mañanas sin bruma que hacen que el faro no sólo tenga aquel sabor eléctrico y astillado de su ojo y de los buques. Una de esas mañanas en las que todos los indicios del sopor todavía apuntan a la ventana, esa ventana que recorta el cielo limpio, sin nubes, como si fuera una fotografía que se ha quedado en alguna región que no es ni la tristeza ni el cansancio ni la luna. Era soleado.
Pero aquel día de claridad, a los niños del pueblo se les olvidó que tenía que dolerles la cabeza y morirse sin razón. Y a todos los que hubieran tenido que pasear por la playa sin mayor motivo que los recuerdos, se les olvidó rercordar. Nadie recordó nada suyo.
Vagaron por las calles, chocaron el vacío de sus ojos por todas las paredes, los desconchones, las ventanas abiertas, por todo aquello que no da reflejo, que no podía reconocerlos. Sus pasos se perdían y entrelazaban y todos los recuerdos tenían rostros y piernas que no eran suyos y que no eran de aquel alguien a quien mordieron como se muerde algo que ya no sabían qué era, pero que debió ser agradable.

Ella, que siempre había vivido mundo adentro, donde la sangre siempre es antigua y siempre renueva sus siglos, pensó que todo eso no era alegre, había demasiada gente en el puerto, demasiada gente y demasiados peces moribundos. Las velas y las redes ya no estaban vacías ni rotas, pero sí los recuerdos, que llegaban empujados por un viento despistado, torpe, que venían a trozos, a retazos. Y eso no era alegre, eran otras manos, otras caderas, otra boca, unos dientes que primero apretaban con más fuerza y luego eran otros dientes. Y detrás de la ventana siempre había otro, alguien nublado que siempre era distinto. Y ella sabía que ese recuerdo no era suyo, que venía y se instalaba y la invadía y le traía una tristeza que no era suya, porque ella pudo llegar a saber la existencia de un hueco, algo que se había perdido o escapado y no era posible recordar qué fue.
El viento de aquel día sin nubes trajo un nuevo acento, otras voces, esas que dicen el te quise pero ya no te quiero de una conversación cercana, ajena, que a veces oímos con envidia, con sombra, sin atender a lo que nos dicen, sin poder recordarlo. Todo eso que ya no tiene ventana ni estremecimiento, ni ese dolor tibio de antes, sólo desapego, sólo consecuencias de la escarcha.
Tal vez por eso, y porque todos sabían que no es bueno que el amor y la muerte hablen de sí mismos, aquel día, cada trozo de mar de otros pueblos devolvió a la playa toda una multitud de trajes blancos en racimos, en enjambres, en grupos de búsqueda de algo oscuro y vago. Y todo el pueblo se inundó con el olor a quemado de la horfandad. Ella, como era de muy lejos, fue la última en empezar con el talón lo que tendrían que completar los hijos y las campanas. Por casualidad miró al corazón de sus vecinos y vio que era un corazón normal. Sin embargo esto le produjo una enorme, una desamparada melancolía, una melancolía sin oxígeno. Y se murió contenta sin recordar por qué. Ya no era soleado.

Muchos años después, lejos de allí, un hombre que siempre quiso ser labrador y su hermano habitaron una región que no fue ni el exilio ni la decepción ni la luna.
Un día, uno de esos días especialmente nublados del verano, el labrador segaba los minutos de espiga que le separaban del beso, del mordisco tembloroso, de la mano irresponsable. Cuando levantó la vista comprendió el dolor de las montañas, lejanamente, como si sólo pasara ante sus ojos, enorme y agazapado, algo que viajase con el bochorno y que le hacía comprender el poderoso resuello de los toros.
En medio de aquel sembrado sintió una sed infinita, una sed que le abría por dentro como abre una azada, una sed terrible como sólo se tiene en el horizonte mismo del océano.
En medio de aquel sembrado, él recordó algo incierto, la memoria le hizo niño. Recordó, tal vez, algo amarillo que se acerca, ordenándose y recuperando su forma original, su labor cotidiana. Y un niño que podría ser él. Y la sensación, vaga y oscura de estar perdido o esperando encontrar alguna imagen detrás de alguna ventana. Y se encontró buscando algo azul en medio del calor y del plomo. Cerró los puños, cerró los ojos, no soportó la alegría y se marchó llorando.
Cuando llegó a casa dejó un cargamento acariciado de arados y cosechas entre las pupilas y el descalzo de su mujer. Se dejó besar con arena y tallos y fogones y cansancio, se dejó besar con sabor al hastío de las iglesias, con sabor a barro y a gris de calles y de perros. Se dejó morder y nada le dolió excepto el dolor de cabeza.
Después simplemente dijo que se tenía que ir. Hizo la maleta, odió un poco más a los gorriones y fue a despedirse de su hermano, que lo abrazó vago y oscuro. Volvió a su casa, su mujer se dejó besar y por eso la odió un poco menos. Luego comenzó a caminar.
Desde el lado interior de la ventana, su mujer le lloraba un mar pequeño, mínimo, nublado y envejecido ya. Hacía mucho viento. Él, que sabía lo que significa la última sílaba de la palabra muerte, se volvió, se dejó mirar por aquellos ojos que ponían los campos tan tristes, y con cierta melancolía dijo que se iba porque tenía que irse, porque el mar nos roba los hijos, porque los barcos, las gaviotas, porque el azul... Mi corazón es amarillo y mañana va a salir el sol. Se dio la vuelta y siguió caminando.
Qué alegre resultaba todo aquello. Tengo el corazón amarillo. Tengo el corazón amarillo.