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JOSÉ LEDESMA CRIADO

 

LA CIUDAD DE LA PENUMBRA

Las ciudades no desparecen de improviso,
en un abrir y cerrar de los pulsos. No se extinguen.
VICTORIANO CRÉMER


Cuando se produjo la invasión de los óxidos,
la Ciudad agonizaba paso a paso,
el abandono empezaba a reinar
y los guijarros eran ya el habitante
más frecuente de la iniciada ruina.

Quedaba entre la brisa una ternura
como niebla y silencio de los goznes,
una especie de amor tan extinguido,
sólo se oía el mar
y el vuelo de un pájaro inconsciente.

Detrás de las farolas apagadas
volvía una luz muy gris como la muerte,
y todo el espejismo que fue un día
se notaba en el aire,
como un susurro amorfo de la tarde.

Brillaban todavía unas gotas de sangre
de aquellos que dejaron con su alma
un oscuro sentir de corazones
para explicar el gesto
de un sueño desprovisto de tristeza.

Sólo tierra sudor y olvido mantenían
la simple soledad de la tiniebla
y un olor sostenido por la ausencia
chamuscaba el cansancio
haciendo renacer los cardos del camino.

¡Qué larga senda para olvidar el beso
y el oscuro rigor de atardeceres!
y qué huella redonda de la mancha
oscurecía el aire suavemente
haciendo ondular las amapolas.

Debió ser la primavera última
en aquel calendario del olvido
cuando fueron cerrados hormigueros
y todas las medusas reflotaron
en la espuma sofocante de aquel día.

El silencio fue la parda razón de la noticia
y un suplicio semejante al dolor
inundó todas las sombras
y fue el atardecer en la distancia
fija diapositiva de la tierra.


RUINA PERENNE, ATRIBUTO DEL MAR

De día, ellas se alejan en las naves del sueño
y ellos dictan las leyes, solemnes y sobrios.
LUIS ALBERTO DE CUENCA


Las piedras, los tapices de barro del palacio,
la cortesana sombra del olvido
-no bordan, no pueden olvidar nunca-
el dardo de una tarde de verano,
cuando la muerte lenta acarició las ruinas.

Esta ciudad sin leyes, ni remiendos,
lejana de presencias y de voces
humea incesantemente labios,
negro augurio de un tiempo entristecido
sobre el viento letal de aquella torre.

No están los centinelas, ni el amor de los lirios,
solamente los pájaros advierten
el aire frío de aquel amanecer sin esperanza.
La ejecución es acto de caricias
para el cuello indefenso.

Las suaves doncellas, su atavío
buscan el rudo golpe en la tiniebla
y sólo es el color rojo, como la sangre
aquello que señorea
en el viejo corral de las estrellas.

La noche es una historia descubierta
detrás de aquel ladrillo,
la saliva de azogue es el espejo
de las renunciaciones,
el tenue surtidor de la niebla sin límite.

Horas de nada fluyen en el canto del gallo
y esta siniestra luz desciende en la alameda
iluminando cardos, juncos de amor,
orillas imprecisas,
donde el río confunde estas naves del sueño.

Ya está el griterío en el monte
alimañas y ciervos se entremezclan
la música callada de los siervos,
la soledad violenta de las noches,
la trompeta de paz de los arrullos.

¡Qué leve sombra al escuchar la brisa,
qué ladrido lejano y qué murmullo
orea mi sentir entre la hiedra,
qué oscura lentitud tienen las sombras
en este descampado de los ocres!

El gris acarmesado y la ceniza
transfigura el dolor,
sólo una mancha rojiza son las nubes
y todo es soledad,
ruina perenne, atributo del mar.