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FERNANDO AZPEITIA





Ilustraciónes: José Zazo

Este cuento es para Marta
que recoge de la calle verbos y adjetivos
que descubrió en el metro una nadadora
que pinta cielos de ballenas azules
y suda vida conmigo
es para Marta
que amanece con ojos de sol verde
es para Marta
que funde hielo y bebe sed
es para Marta
Asia en un sueño
París desde un caleidoscopio
es para Marta
ya después de un año de mundo
distancia
reloj
y es para mi yo
su explorador
que volé en las salas de espera
y esperé en las alas de los aviones
cruzando en rojo cada uno de los días pares
mientras ella descontaba los nones.

 

 

— ¿Qué es eso, cariño?
— Un triángulo.
— ¿Isósceles?
— No, mi vida, escaleno.

El Explorador se siente orgulloso cada vez que Lady Relámpago le pregunta en tono menor triste y él sabe responder con seguridad. La atmósfera se quiebra de rayos azules este atardecer y ellos se miran de nuevo para comprobar que estar juntos es estar bien, a pesar de cargar con el peso de las responsabilidades que el uno y el otro han de asumir en determinados momentos.

Cada vez que se miran, ambos saben que es difícil que en su vida algo sea fácil, saben que sus trajes brillan en las atmósferas de seis constelaciones distintas, mucho más de lo que puedan brillar los trajes de muchos, pero aún así, este dato no deja de parecerles simple, un poco anticuado quizá, un divertimento de feria para todos aquellos que los puedan imaginar acercarse por el cielo color picota del amanecer de Lensor, a mitad de camino entre la brumosa escarcha de Asik, donde el Explorador prometió ayudar a los pequeños Elfos Bilingües y la luminosa Brencia, donde Lady Relámpago desperdicia su ingenio numérico en abonar estadísticas y recursos, que se mueven en casillas de una rutina que a veces se le vuelve insoportable.

Se echan de menos.

Mirando por la ventana del módulo, Lady Relámpago se pone una sábana por encima, los atardeceres son aquí de una frescura a veces incómoda, el Explorador sorbe de su taza de café negro y la mira. Él también siente ganas de abrigarse pero llegar de las tierras altas de Asik, donde el gas se solidifica con el frío en invierno, no le otorga a su orgullo el derecho a quejarse o, al menos, a pedir compartir esa sábana que cae por los hombros de ella y deja al aire su espalda, su relámpago tatuado sobre la suave piel donde el Explorador pierde las razones.

Cuando están juntos les gusta fantasear sobre la posibilidad de que un día u otro alguien perfeccione el módulo, que puedan salir de él sin temer contraer una enfermedad al exponerse bruscamente a la atmósfera cero del lugar sin lugar, que es el sitio de sus encuentros. Al menos la cápsula del módulo dispone de amplios ventanales que les permiten perderse un rato fuera, observando cómo anochece mientras el Explorador acaricia la espalda de Lady Relámpago. Son ventajas e inconvenientes, el viaje de mundo a mundo con apenas situar las coordenadas. Y es Lensor así, una ciudad en ninguna parte, destinada a albergar los módulos de teletransporte, el sitio ninguno desde donde todo se puede ver pero nada se puede tocar.

Las primeras veces que los viajeros se encuentran en Lensor, apenas pueden creer que algo así sea posible, que con tan sólo desearlo puedan estar allí, encontrarse con sus padres, sus madres, sus amantes y sus hijos. Entonces, cuando llega la costumbre y las cápsulas se hacen algo habitual, empiezan a echar de menos no poder salir, tomar el aire, visitar otros sitios juntos fuera del módulo. Así, el habitáculo empieza a hacerse estrecho y las medidas de seguridad que aceptaron y firmaron sin apenas prestar atención se les hacen excesivas. No es un sufrimiento gratuíto. Aún no existen los filtros que impidan que viajen las miserias y las bacterias moscas junto con las ganas de verse de aquellos que viven tan lejos, que con las madres y los amantes se extiendan enfermedades de Asik a Brencia, que Lensor se convierta en un nido infectado entre mundos.


Mirando por la ventana del módulo, Lady Relámpago y el Explorador saben que si hubieran decidido no conocerse, todo habría sido más fácil en sus vidas. Jamás pensaron que su fuerza se vería limitada a un pequeño habitáculo, construido en serie junto a otros miles, aséptico como una luz de sanatorio. A ellos, que ya conocen que su casa no es el lugar donde cada uno habita, sino donde consiguen estar juntos, no les importa perder un rato de su pequeño tiempo en Lensor decorando la pared de mandos de la cápsula con una lámina que ella dibujó para que el Explorador supiera que podía contar siempre con sus dos brazos bajo el frío de los aviones de Asik. Es su manera de hacer confortable la sobria habitación de tonos fríos. Él, por su parte, intenta versos que ella escucha como si las rimas no estuviesen gastadas, y sonríe porque son sólo para ella, imaginando a su Explorador fanfarrón tachar y mover palabras para llegar a decirle cosas nuevas.
En el cielo, esta noche, el verdor de los picos del monte Tosk se difumina en pequeños anillos que hacen suponer nubes equivocadas de tormenta. Lady Relámpago conoce bien que en las noches de solsticio, éste es un fenómeno común, que los anillos verdosos se forman por decantación de muchos pensamientos, deseos lanzados al aire desde los módulos y depositados en las brasas del volcán humeante y dormido. Aún así se acerca al Explorador, se acurruca en su hombro y mirando al cielo pregunta en tono menor triste:

— ¿Qué es eso, cariño?
— Son las nubes de Tosk.
— ¿Va a llover?
— No, mi vida, sólo son sueños.