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CÉSAR PASCUAL




Ilustración: José Zazo
Salamanca, 1973

 

Ya sabréis lo que supone disponer de un sábado por la tarde, en el que lo único que tienes que hacer es disfrutar del silencio, descolgar el teléfono y esperar a que un buen libro o una música etérea te lleven al buen rollito.
Ése era el estado en el que me encontraba yo en mi casa hará poco más de siete años, pero con tres objetos contundentes a mi lado: un sofá, una cómoda con faldillas y una taza de té, una puñetera taza de té.
No sé cómo sucedió, pero en menos de dos segundos me había volcado toda la taza de té por el pijama, por ese bonito traje de luces que hace del sueño un arte taurino. Quizás cuando el mono descubrió por primera vez el fuego debió pensar que en el futuro, un hombre más involucionado que él asociaría los elementos faldillas, brasero y taza de té, sin pensar en las jodidas consecuencias. Así, de esta manera y en contrafactum, intenté torpemente que la bebida no llegara hasta el elemento brasero, y os juro que no sé cómo, pero ese líquido elemento se abrazó de tal manera con el aparato que, en menos de un segundo, toda la puta instalación de renta antigua echó a arder con más facilidad que la paja en verano.
Yo utilizo gas para ducharme, porque no me mola un calentador eléctrico. Con uno de esos trastos hay que estar esperando a las 665 reencarnaciones de Buda para ducharse. Pero el tubo que lleva el gas recordaría fácilmente al que se utiliza para chupar cuando te has quedado sin gasolina. Además a algún campeón se le debió ocurrir en algún esfuerzo mental colocar la instalación eléctrica junto al tubo del gas y darle además varias vueltas de cinta aislante, con el fin de unir los dos extremos de la vida, el nacimiento y la muerte.
Y no puedo recordar qué sucedió, pero en menos de medio segundo se provocó una explosión suficiente para derrumbar parte del muro maestro de la casa, y éste, sin saber cómo ni cuándo, chocó contra un poste de teléfonos contiguo. La única cosa que hizo bien Telefónica en 20 años, que fue llevarme la línea hasta mi casa de renta antigua, empujó una fila entera de postes de alta tensión, creando un efecto dominó hasta la misma central nuclear que está a varios kilómetros del extrarradio de la ciudad. Y os lo juro por mi muela de oro que no supe qué pasó, pero en menos de lo que tardas en rascarte un pie, sonó un pedo y después una luz. No hablo de los fuegos artificiales que se despilfarran en el festival de Río de Janeiro, ni de los focos que iluminan noche tras noche la isla de Manhattan, porque al lado de este fogonazo el sol es el puto watio. Y no hablo de una explosión de amonal 500, o de mil 100 kilos de C4, porque si es cierto que en Marte hay enanos verdes que están esperando ser descubiertos por el hombre, esos fueron los enanos que más se han tapado las orejas en los últimos 50.000 años de historia. La suerte finalmente estuvo conmigo para protegerme con los escombros de la casa.
Y eso es todo, en mi barrio desde entonces comemos espárragos tricolor y patatas picudas, y nacen tantos deformes y con tantas partes del cuerpo repetidas que nadie se atreve a decir esta boca es mía.
Os preguntaréis por qué tenéis que escuchar esto hasta el final. Una gran pregunta, es algo muy íntimo en lo que yo no me voy a meter. Pero sí os diré que yo después de todo saqué un par de conclusiones:
1. Puede que el mundo sea un cubo de mierda y nosotros unos hijos de la gran chingada.
2. Ahora comprendo más a mis amigos cuando dicen que soy algo catastrofista.

Se lo dedico a mi abuelo que me bautizó como general a la pronta edad de 9 años y a los chicos de Chernobil que conocí en Alba de Tormes.