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JUAN CARLOS CHIRINOS
Valera, Venezuela, 1967

 

PELÓPIDAS

Los hombres de antes eran grandes y hermosos (ahora son niños y enanos), pero ésta es sólo una de las muchas pruebas del estado lamentable en que se encuentra este mundo caduco.

UMBERTO ECO

Bajaba las escaleras cuando lo vi venir. Ningún signo en la naturaleza me advirtió de su llegada; nada de lo que ocurrió después se convirtió en una señal. Habían anunciado, eso sí, el arribo de un barco de guerra cargado de soldados ávidos de botín. Las mujeres habían escondido a las doncellas más apetecibles, y las joyas más queridas; dejaron al descubierto a las solteronas y los cacharros inservibles. Ya estaban acostumbradas. En palacio no se tomaron tantas precauciones, porque Pelópidas había prometido cordura y conmiseración a cambio de obediencia. Nuestro gobernante (los dioses le guarden su merecido castigo) prefirió bajar la cabeza antes de ver correr la sangre de sus vecinos. Pronto íbamos a saber el error que significa no fortificar una ciudad.
Como no encontraron, o no supieron encontrar, nada de valor entre las casas de la gleba y las mansiones de la aristocracia (salvo los alimentos que rápidamente fueron confiscados por los cocineros, y las solteronas que conocieron por fin la fuerza que subyuga), los soldados reclamaron en la noche a su comandante alguna clase de botín. Pelópidas se había instalado en las dos grandes habitaciones de nuestro gobernante, en la alta torre que daba majestuosidad especial al palacio. Allí su guardia privada y sus compañeros más íntimos empezaban a saborear la merecida victoria, mientras nuestro rey se conformaba con despachar desde la reducida y humilde habitación de una de sus concubinas, ahora sierva de Pelópidas. Su ejército había cruzado el estrecho que separa nuestra ciudad del extenso continente y había acabado con la resistencia de reyes vecinos, menos inteligentes o más valerosos que el nuestro, cuyo nombre prefiero callar para escarnio de su memoria.
Pelópidas sabía que era su deber dar algún tipo de premio a sus soldados; así que, para dilatar un poco más el momento de la destrucción de la ciudad, declaró, no sin zalamerías, que se merecían tres días de fiesta en honor a sus dioses (oscuras figuras forjadas en hierro), certámenes teatrales y un torneo cuyo premio sería —y me tomó del brazo con una suavidad que estremeció mis sentidos— este muchacho de la casta superior. Hubo un breve rumor de desconcierto, pero de inmediato los soldados levantaron sus larguísimas lanzas y golpeándolas contra los escudos ovacionaron al comandante que yacía entre sus generales más cercanos, como un Sardanápalo moderno. Los ojos de varios cientos de hombres se posaron sobre mí, codiciado trofeo, y recorrieron mi piel que mal disimulaba su fragilidad. Oré a la deidad que me había sido asignada desde pequeño y juré vengarme del primero que colocara una mano sobre mí; pero veinte veces más me vengaría de mi rey, que a tan hosca suerte me había abandonado. Pelópidas acariciaba mi cabello ondulado y temí que quisiera probar la mercancía antes de entregarla al ganador del concurso.
El resto de la noche no logré conciliar el sueño, a pesar de que habían acondicionado para mí un rincón nada despreciable de la habitación principal, protegido por velos y eunucos ceñudos; un rincón apartado donde una enorme ventana dejaba entrar el aire fresco que regresa del desierto en las madrugadas. Los generales le habían advertido a Pelópidas, en su tosco lenguaje, que esa ventana sería una tentación para mí, que por allí podría escaparme, que nunca se sabía lo que los bárbaros de estas tierras eran capaces de hacer. Pelópidas se acercó con ellos hasta la ventana y les señaló la considerable altura a la que estábamos.
—A menos que sea un mono trepador, o un suicida, este muchacho amanecerá mañana aquí, durmiendo.
Me lanzó una mirada lasciva, como si debiera prepararme para una visita inesperada antes de la aurora. Yo no sentí ni miedo ni rencor; todos esos sentimientos estaban reservados para mi rey, cobarde y sin nombre.
Pude reconocer el camino de la luna en la bóveda oscura de la noche; calculé la distancia entre las estrellas y traté en vano de conocer el futuro que ellas reservan para nosotros; incluso una estrella fugaz rasgó la oscuridad y por un momento pensé que era una señal para la acción.
De un bolsillo secreto saqué la figura que representaba a mi deidad. La puse con cuidado sobre una de las almohadas y me arrodillé ante ella, con la esperanza de que algo me dijera, de que me indicara una solución y no permitiera que yo, último vástago de una dinastía que contaba entre sus miembros a emperadores y grandes sacerdotes, terminara sus días inmóvil como una cosa, a merced de un amo incierto, rudo, o cruel. Los últimos fulgores de la luna daban a mi deidad un aspecto de ser vivo. Lloré porque ahora que ya estaba preparado para conocer las delicias de la carne, ahora que mis maestros terminaban mi formación (había tenido varios muy buenos, venidos del norte y también de Estagira y Eugenio fiel), el destino me sacrificaba a los placeres de un puñado de bestias viles ávidas de trofeos y premios sin razón. No había manera de rebelarme, porque supiera la causa o no, Pelópidas tenía la certeza de que no iba a ser capaz de acabar con mi vida por propia voluntad, pues es cierto que para mi pueblo, los barbors, la horrenda realidad del suicidio desequilibra el orden del mundo más que cualquier otra cosa, nada se clava tan hondo en el corazón de nuestros padres y en el futuro de nuestros hijos como el acto voluntario de frenar el flujo vital que cruza nuestros cuerpos. Toda vida es sagrada. La vida es una fe en nuestra ciudad y su defensa un deber (por eso la medicina debe a nuestra ciudad innumerables remedios contra las enfermedades mortales, y no hay bicho venenoso, desde las serpientes de cabeza plana hasta el escorpión de oscura cola y tentáculos violeta, que no encuentre su antídoto entre las pusilánimes murallas de mi ciudad; todos los moribundos han golpeado débilmente nuestras puertas, pidiendo una última salvación). Arrodillado, pues, miraba hacia la ventana, sabiendo que la única solución honrosa me estaba vedada; prefería que el desprecio de las generaciones venideras recayera sobre mí antes que sobre mis padres y mis hijos nonatos.
Junté el dorso de mis manos y jugué friccionando mis uñas unas contra otras, tratando de meditar, tratando de que mi deidad me enseñara la manera más digna de comportarme en esta desgraciada situación, cuando sentí una presencia detrás de mí. Era Pelópidas. En un principio pensé que estaba ebrio, costumbre que ya conocía por las enseñanzas de mis maestros, sabía que estos guerreros que tanto viajan son dados a los festines nocturnos y nunca pude entender cómo se las arreglaban para estar dispuestos siempre para la batalla, imaginaba que eran exageraciones de los bardos, tan propensos a la alabanza fácil. Por eso los poetas no eran bienvenidos en mi ciudad, aunque ahora me gustaría ser uno de ellos para cantar el poema del cobarde rey sin nombre, el rey de mi ciudad, que estaba detrás de Pelópidas dibujando una sonrisa vil como todo su ser. ¿Habría una deidad que quisiera tenerlo bajo su protección?
—¿No te dije, rey barbors, que tu joven príncipe no iba a ser capaz de huir de su destino, el torneo que mañana decidirá su futuro? Por mi parte te digo que no me disgustaría si mi campeón sale victorioso y me entrega esta joya para el harén. Sería capaz, incluso, de protegerlo con mi escudo luchando en las filas de la falange—, dijo Pelópidas, con los ojos brillantes y ávidos pero evidentemente sobrio.
—¿Le enseñarías el arte de la guerra, mi señor?—, babeaba el rey, para mi vergüenza.
—Y muchas otras cosas, si se deja.
Ambos se acercaron a mí, que me había levantado rápidamente y había escondido a mi deidad entre mis ropas (en nuestro pueblo existe la creencia de que si alguien puede ver al dios que nos protege fácilmente será el dueño de nuestro destino). Me miraban como si se tratara de una nueva especie de homínido que hubiera sido capturada en lo profundo de la selva (nuestra selva sagrada) y que era digna de toda la atención. Los eunucos parecían no hacer caso de lo que ocurría pero no podía yo dudar que su agilidad estaba preparada para cualquier movimiento sospechoso que hiciera. Debía tener cuidado con el filo de sus espadas.
Pelópidas posó su brazo sobre mis hombros y de nuevo sentí el estremecimiento que recorriera mi piel cuando me tomara con sus enormes manos. Con vergüenza habría reconocido el movimiento voluble de mi vientre y el cosquilleo más abajo de mi ombligo, el endurecimiento de mis fuerzas; también que sentía la forma de mi deidad escondida entre los pliegues de mi túnica. Mi rey (pero los dioses lo hundan con todas sus fuerzas en el océano de la vergüenza y el olvido) me tomó por la cintura y las náuseas se encabalgaron sobre el cosquilleo. Me llevaron hasta el borde de la ventana y me mostraron lo que hasta ese momento no había querido ver: las antiguas habitaciones de mi rey habían sido construidas de tal manera y a tal altura que era posible divisar la frontera de nuestro reino y algunas de las hogueras de las viles bestias que viven en el extenso continente.
—¿Te gustaría conocer el mundo más allá de los límites de este reino, muchacho?—, dijo Pelópidas y me estrechó con más fuerza (o ternura).
—Sí, sí, ¿te gustaría?—, repitió asquerosamente el rey.
Antes de contestar cerré los ojos e hice el mohín que mi maestro de retórica me enseñara para los momentos en que el orador quisiera seducir al público que le escucha. En mi vientre, entre los pliegues y las venas endurecidas de mi entrepierna, mi deidad reposaba escondida de todo ser viviente, pero hablándome en el secreto idioma que habíamos inventado a lo largo de los años. De pronto entendí todo lo que había estado diciéndome esa noche y, como la estrella fugaz que había cortado la oscuridad trayendo un mensaje cifrado de la bóveda celeste, toda mi vida pasó frente a mí, desde los primeros llantos de hambre sobre el pecho de mi madre hasta los besos en la suave nuca que di a mi último maestro, el de Estagira; todo se me hizo claro y entendí que la aurora se acercaba, que la apacible noche se alejaba y volvían al desierto los aires reconfortantes que hacen dormir.
—¿Quiere que le diga la verdad, comandante?
Pelópidas bajó la mirada, quizás un poco sorprendido de que mi voz fuera tan resuelta, asustado tal vez. Mi rey, vergüenza de nuestra estirpe, sonreía como sólo lo hacen los que no saben lo que va a ocurrir. Yo parpadeé otra vez, como me enseñara el maestro de retórica, alargué los labios como si fuera a señalar un objeto con ellos, me arqueé con toda la fuerza que un adolescente puede acumular, y los empujé al vacío.
Quizás mi rey nunca se enterara, pero estoy seguro de que Pelópidas cayó en cuenta de lo que ocurría justo antes de destrozar su cabeza contra las rocas que sostienen nuestra pusilánime muralla. Los eunucos parecían inmóviles como cosas y yo, en justo homenaje a los estertores que sus brazos me produjeron, ahora reino entre los barbors con el nombre de Pelópidas, el segundo de una estirpe sanguinaria y guerrera.
Para David Hernández Montesinos, maestro del domus.