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MIGUEL RUIZ RISUEÑO

 

LA PROFANACIÓN DE LA LUNA

La profanación de la luna demostrará
que la tentación que anida en la mano de los niños
es la garra de un toro que florece
para romper los sueños.
Pero en el contraluz de las pesadillas lloran algunas niñas
que la protegen desde sus ojos, casi antiguos y casi niños,
enloquecidos,
inmensamente cerrados entre los huesos de la memoria,
entre una música desordenada y perdida.
Lágrimas de hiel
por una luna desnudísima, sudorosa,
aterrada en su profanación, que demostrará
que las manos de las hembras se hicieron
para amasar el agua
y habitar los límites del hormiguero.

El rencor de la lisura y el estremecimiento
de los muslos, en las niñas
alentarán a esa luna para multiplicarse
en el alba de los torsos, anhelantes de garras, ansiosos de ser amordazados
al insomnio dulce de la profanación.
Y perderán los susurros en un millón de arenas sin reloj
y en un millón de vientos y en mil millones de vacío.
Y los dientes de leche sucumbirán al primer mugido.

Un espeso dolor de pecados sin remordimiento
recorre el pecho de las niñas
cuando tienen un golpe de hálitos últimos
en su garganta.
De la sed nacerán las hembras para poner sus manos
en el seno de la luna
y acariciar la victoria de la noche.
El dolor alimenta las cicatrices.

Traeré mil cubos de sangre de vaca
para que la luna sufra por tantos siglos de sonrisa.
Por tantos siglos enseñando la gramática
de los suspiros, haré añicos las guitarras
y ahorcaré a la luna con sus cuerdas
y teñiré las manos de pupilas profanas
con la poesía del grito.
Lanzaré un desafío al recuerdo
porque las niñas tienen ya la boca árida,
monte y luna llena, anticipo de garras,
desolación de los labios.
(Tristeza de las madres
recogiendo botones de camisa).

Ganará la carne y las niñas tendrán que masticar su pureza
y ser una mirada marchita
para entender por qué a veces
llevamos con gusto una saliva que no es nuestra,
por qué las niñas quieren
que la luna se crezca en ellas.

La soledad inmensa de los caracoles
podrá sostener la venganza
de los que no tuvieron nadie a quien besar
bajo la luna. Y ya está muerta.
Muerta y sepultada bajo el seno turbio y profano
de las hembras nuevas,
que no pueden encontrar sus lágrimas en el incendio
de su paraíso perdido,
porque cada lágrima en una hormiga
que se escapa por el confín de los labios imbesables
de la luna.
Y la luna de las pesadillas ya no encuentra
su sonrisa,
porque el agua se ha vuelto áspera
y el corazón serpiente
y la lengua espino.

Las noche es un dios victorioso
que recibe el sacrificio
de un lecho de plata y una muñeca.
La luna ha sido profanada.
Recemos una oración blasfema por el oficio de los plateros,
negrísimos escultores de la inocencia metida,
que verán cómo la luz sin luz surge de la noche,
norte de almohada, dulce ,maldición de los besos. De la terrible sencillez de un pecho.
Los plateros de la antigua luna,
con el corazón en un charco de garras
serán, ya para siempre, hacedores de filigrana muerta:
carniceros.

MADRID

No es el infierno, es la calle.
No es la muerte. Es la tienda de frutas.
F. GARCÍA LORCA

El vértice de los edificios
se ilumina
cuando el sol eléctrico
llega vagando
al sopor insomne de las esquinas,
en una aurora quebradiza
de atascos y de gases venenosos
que despiertan por las chimeneas,
humeantes por beberse
nuestros pulmones exprimidos
primero,
y vomitar insalvables diagnósticos
luego.

Todo el ruido
de las mentirosas oficinas
se lo lleva de un lado a otro
el patear unísono
de los millones de habitantes
de estas avenidas inhumanas,
donde no se cruzan
las miradas rectilíneas,
hielo destrenzado por las pupilas vacías,
vacías como los charcos pisoteados
donde sólo hay reflejos
de sangres
escupidas a mazazos.
Donde se mezclan
las lágrimas y el barro.
Estas calles sin sombra
ni esperanza alguna,
atravesadas por los hombres fotocopiados,
como en un hermanamiento
de grises ignorancias
sin sentimientos
ni sonrisas.

Ya sé que nunca hubo flores
en la alcantarillas,
pero antes había jardines
donde ahora rechinan las calaveras
condenadas a rodar bajo el asfalto,
mientras las excavadoras les desnudan
la tierra de su último descanso.
Y no siento miedo ya
cuando veo niños cuadriculados
paseando la virginidad taladrada
de su inocencia,
con sus miradas geométricas,
por los túneles malditos
del metro.
(La anatomía de una vida
reducida a un mapa).

Hay un rumor indecible
de olvido
aquí donde sólo hay jaulas
para las palomas
y cementos para los marcos
donde se esconden las mariposas
muertas de frío.
Donde el chirrido
de los guardias urbanos
ordenando los paisajes
de acero y caucho y árboles fingidos
y montañas de cristales,
es el último recuerdo que nos queda
de los campos
y los grillos.
Donde, a veces,
el suelo se cubre de charcos estremecidos
sin un sólo pez que nadarlos
porque sólo los cruzan
las breves huellas de los zapatos.
Por eso a mí los rascacielos me parecen
ataúdes arrogantes,
que se levantan sosteniendo
esta inmensa burbuja
de humo y fango.
Sosteniendo, impúdicos,
a este limbo de insolentes
asesinos de los nardos,
que se comieron
a los recién nacidos
para hacerles habitar las oficinas,
y ser después
miradas sin saludo
geométricas sonrisas
que ponen dentaduras sin expresión
a este aire enrarecido.
Y ser después
un número donde sólo hay
millones de cuerpos
acostumbrados a la incertidumbre
de no saber si sus ojos
resbalarán,
ese día,
por el filo de los cuchillos.

Yo digo que esto es un genocidio
de inocentes.
Porque la luna se está ahogando
en las antenas.
Porque los niños sólo oyen
el canto de los gorriones
a través de las rejas,
de todas las rejas.
Porque aquí, el único silencio posible
es el de la muerte.