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MAMEN SOMAR
Salamanca, 1976

 

OBSESIONES

Trastornado, perturbado, ciego, aturdido. Obsesionado. Ésta es sin duda la palabra correcta. Hace tiempo que no escribo otra cosa que no sean estúpidos poemas. Han invadido de manera crónica mi cabeza como si al emplazarlos en el folio me dieran la paz que necesito. No es así. Pero lo hago igualmente. Para un escritor de novela negra mediocre, como yo, no es un buen negocio cambiar de estilo y menos por una necesidad testaruda.
Lo perdí todo. Bueno, más que perdido diría que me lo robaron, que aunque suene menos humillante no lo es. Desde ese momento, cada vez que salía de casa me agitaba la espantosa sensación de ir desnudo. La gente parecía saber que me habían condenado a vivir sin orgullo; esa corbata que anudas al cuello cada mañana y que aprietas de vez en cuando durante el día para recordar que está ahí, rodeándote el cuello. Bueno, pues no estaba.
Y todo por dejar que el corazón reiterara su mandato ante un cerebro tan diminuto que no era capaz de hacer señal alguna ante un peligro tan despiadado.
A mí el instinto siempre me ha funcionado maravillosamente y la primera reacción que tuve al conocerla fue huir. Sí. La de correr como un gamo espantado. Pero no lo hice. Con eso de que el ser humano es un ser especulativo y que el instinto queda para el genero animal, me quedé escuchando, enredándome en sus palabras, en el lento ondular de su cuerpo cuando paseaba con movimientos felinos por toda la sala. Su columna se arqueaba sensualmente por la zona lumbar haciendo de su contorno una autopista de curvas talladas a fuego. Después de esa primera sesión ya no hubo forma de quitármela de la cabeza.
Reconozco que yo me lo busqué.
Indagué sobre ella. Aprendí todo lo que a una mujer de su clase le pudiera interesar y el día que le invité a tomar un café, fue sin duda alguna, el día en que tragué mi propio anzuelo. Recuerdo que habíamos quedado a las ocho. Ella llegó media hora tarde (primer síntoma de quién es el que manda). Se disculpó con una sonrisa y se sentó enfrente. A mí me pareció demasiado lejana, allí en su barricada de trabajo, indiferencia y papeles que yo, desde aquel instante, me obcequé por demoler. El hecho de estar con ella, respirando su perfume, el mismo aire que antes había estado en sus pulmones me llenó de felicidad.
Me habló de trabajo, y qué más da de qué, me hablaba a mí, me miraba a mí, y eso era lo importante. No recuerdo lo que tomé ni de qué conversamos en particular, la única imagen de aquel día fue su traje verde, su sonrisa roja y sus ojos profundos. Caí hasta el fondo.
Después llegaron los juegos retorcidos en los que era tan solo su animal de compañía. La pieza de reserva en un tablero donde yo movía ficha y ella contaba veinte.
Terminó por engullirme por completo. A continuación, nada. Un día sin más desapareció. Me hubiera conformado con estar toda la vida trayéndole las zapatillas y el periódico a cambio de sus caricias a medias, de sus besos a medias, de sus verdades a medias. Pero un día recogió sus pantis de mi cama y ya no regresó.
Tras este vacío, sólo el hecho de acolchar el papel con palabras llenas de sogas donde me colgaba cada noche, era la única manera de seguir coherentemente loco. Pasé por todos los estados. Lágrimas, tristeza, ansiedad, culpabilidad, necesidad, deseo de venganza, soledad, lágrimas de nuevo...
Hoy, después de dos años, he estrenado corbata nueva. Delante del espejo hice bien el nudo. Lo apreté un poco más fuerte de lo habitual. Quería sentir su contacto envolviendo mi cuello.
Me resulta terriblemente gracioso que el caos que me hizo garabatear en negro mi fracaso me haga el ganador del premio más lustroso y distinguido en poesía.
Que ella sea la esposa del presidente del jurado hoy carece de importancia para mí.