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RAÚL VACAS




Ilustración: Tomás Hijo
Salamanca, 1971

 

PASEN POR CAJA

Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuera recuerdo de la muerte.
FRANCISCO DE QUEVEDO


-Pedro, de Burgos:

-Hola Fina. Estoy muy nervioso y apenas puedo dormir. Por eso he puesto la radio y he llamado al programa. Porque si no lleno los silencios de ruidos y de palabras volveré a pensar en la muerte. Cuando apago la luz, Fina, el pensamiento se me llena de coronas y oraciones y el pecho se me hace duro y el corazón blando. Y entonces comienza a sonarme un ruidito adentro, como un pájaro carpintero. Sí, ya sé que soy joven y esas cosas, pero cada minuto que pasa la boca se me hace más de yeso y siento la muerte más cercana, más mía.

Todas las noches, cuando apago la luz, sueño que nunca más despertaré y que moriré entre las sábanas sin apenas saberlo. Y pienso que jamás podré subir a un submarino militar ni escuchar el llanto de mis hijos. Y pienso también en la cara que pondrían cuando me encontraran tieso, con los ojos cerrados. Y en mi madre, tan formal, tan seria para estas cosas, tan magdalena. Seguro que me reñiría y me diría con gritos las cosas que tuviera que hacer por la mañana y luego encendería la luz y apagaría la radio y diría no sé qué de la factura y luego me vería tan quieto, tan lejano, tan joven y tiraría de las sábanas y me agitaría con violencia y entonces, sólo entonces, gritaría para pedir ayuda y caería de rodillas a mis pies para juntar su rostro con el mío y me besaría como cuando era un niño y me peinaría y luego preguntaría por qué y pediría cuentas a Dios. Luego llegarían las culpas, los reproches, los médicos, los forenses, las esquelas, los esfuerzos que nadie previó para evitar mi muerte. Y entonces pensarían en lo extraño que estaba y en el amor y la harían (a ella) responsable de mi adiós.

¿Sabes, Fina? A veces me gustaría morirme, pero sólo para joder, para que más de uno se tuviera que callar la boca y se sintiera culpable, para que todos se enteraran de que iba muy en serio, de que no soy ningún loco y que también tengo mi orgullo y mis problemas.

Sé de sobra que si muriera hoy mismo me lloraría mucha gente y me darían mucho cariño y llevarían millones de coronas a mi nicho. Sé que tendría una misa llena y un rosario y quizá un homenaje lleno de globos y una fiesta. Sé que se acordarían mucho de mí, tan bueno, tan simpático, tan poeta, pero me jodería no oír sus cinismos, sus lágrimas, sus brindis y sus... ¿Me oyes, Fina? Te decía que morirse es una putada. Y que se necesitan muchos huevos o muchas mentiras con nubes y paraísos para pensar que un día, sabe Dios, me hundiré en el olvido y en la tierra y nunca más podré ganar otro concurso.

Yo sé que esto es así y que nacemos para morir y que nunca habrá excepciones para nadie. Yo sé que volver al polvo y a la tierra es muy poético y muy bonito, pero es una putada. Sobre todo cuando no quieres irte. La idea de saberte allí, detrás de una piedra tan cara, detrás de una inscripción y una fecha que no conoceremos, saberte todo huesos y gusanos me hiela el pulso, Fina, me mata.

El miércoles pasado, mientras comía una bolsa de gusanitos, se me ocurrió pensar en la muerte. Ya ves, Fina, todo me recuerda la muerte. Y entonces pensé en los gusanos. ¡Qué extraños tipos!, tan metódicos, tan invertebrados, tan cabrones. Y al tiempo que pensaba en estas cosas engullía gusanitos a puñados y me llenaba la boca de argamasa y disparaba las migas como si fueran metralla y rebañaba los dientes rotos con la lengua. Pues eso, Fina, que después, cuando uno se muere, les toca a ellos rebañar y todo nuestro cuerpo se llena de gusanos como fideos. La boca, la lengua, las orejas, los ojos. Miles de gusanos como brocas, robándonos lunares y cicatrices y caricias, jodiéndolo todo, digiriendo sin prisa nuestra muerte. ¿No te parece terrible, Fina?

Yo me pongo frío de pensarlo y me corre por la piel un sudor de lata, como una hojilla, como pisadas de gusanos, y no puedo dormir. Y entonces pienso en la muerte y me espanta imaginar que mañana quizá no ensayaré en el coro, que mañana tal vez no iré a buscarla y que tendrán, quizá, que cancelar aquella cena.

¿Qué pensará la gente?, ¿qué pensará mi padre si me muero?, ¿fumará al día siguiente?, ¿esconderá las cervezas para no recordarme? ¿Qué pensarán en clase cuando les digan que no fui?, ¿lo creerán?, ¿reclamarán justificantes?

La muerte es muy terrible, Fina, y es fría como el tren, como los peces. La muerte es disciplinada y paciente y acaba conociéndote. Por eso le tengo respeto.

De pequeño jugaba a morirme y bromeaba con ella. Recuerdo que por las noches me escondía en un baúl de tela y de madera y cerraba los ojos. Cruzaba los dedos sobre el pecho y apagaba un poquito el latido. Luego apretaba los párpados para llenarlo todo de carbón: los sueños, los pensamientos, los recuerdos. Cerraba la boca y contenía la respiración y pensaba en la muerte y en mi entierro y entonces algo, como un petardo, me estallaba en el vientre y el corazón se me encharcaba de sangre, de tijeras, de huesos, de pensamientos terribles y me preguntaba qué ocurriría si se cerrase aquel baúl y no lo pudiera abrir y aquella muerte se hiciera real. Pero de pronto el miedo me pinchaba en el cuello y salía de un salto de mi caja sorpresa y corría a capturar todo el aire y a poner la tele para olvidarme de todo.

Ahora no necesito jugar a inventar la muerte, porque la siento muy cerca, porque la veo en los semáforos, en las miradas, en la prensa, en cada esquina, porque la llevo dentro, Fina, detrás de la corbata, en los recuerdos.

No hace mucho que murió mi abuela y después un amigo y después otro y en todos los sermones las mismas promesas y en todos los cementerios las mismas corolas fúnebres, los mismos pistilos fúnebres, las mismas pompas.

Yo conocí a mi abuelo en el entierro de mi abuela. Estaba en un saquito de arpillera. Mi abuela quiso que la enterraran junto a él. Y así fue, Fina. Pero el enterrador, el mismo al que se le resbaló la caja, esparció a mi abuelo por los huecos que quedaban entre la fosa y el ataúd, y como el cráneo entraba muy justito lo pisó como a una cucaracha y mi tía gritó. Y yo me fui de allí. Porque hay muy poco respeto, Fina. Porque la muerte de ahora es un trámite más, una rutina. Porque morir ahora es un negocio, una estadística, una mierda.

En las películas es distinto, Fina, es todo más formal, más aparente. Le cantan nanas al difunto y bajan el ataúd con una plataforma, a manivela. Es un descenso dulce, digno de un músico. Sin cuerdas ni golpes, sin enterradores. Muy mecánico, pero respetuoso.
Yo soy de pueblo, Fina, y allí la muerte es diferente. Es más familiar, más agradecida, más respetuosa. La gente se muere en las alcobas de las casas, después del desayuno, o por la noche. Allí no hay hospitales. Allí no muere el de la 420 ó el de la 323. Muere el del comercio, el de la panadería, el hijo de la señora Juliana, el señor Antonio, "el Pesetas". Mueren con nombres y apellidos, mueren sin cortes ni cicatrices, con el mote intacto.

En la ciudad se mueren en los bajos, en los quintos o en los áticos. Y el cadáver se baja en ascensor, en una bolsa negra, y se sube a un coche y el coche se para en un semáforo y le pita al que va delante y aparca en doble fila y el conductor fuma y silba y escucha la radio. Y el cadáver tieso en la bolsa.

En la ciudad se limpian las lágrimas con kleenex. En el pueblo con la mantilla o la pelerina o con la mano. En los pueblos nunca hay prisa, todo tiene su orden. En la ciudad se rompen los tobillos con la prisa y aprovechan la visita al cementerio para buscar dónde enterraron a Luisito o a la Encarna y mascullar un padrenuestro y luego salir corriendo hasta la puerta porque les da un no sé qué.

En los pueblos, Fina, suenan las campanas. En las ciudades sólo suena el tráfico. Y eso no son entierros, Fina, sin las campanas no sé qué entierro puede ser. La campana dignifica, la campana llama al respeto y a la oración.

Yo de pequeño solía tocarlas. Recuerdo el repique de muerto. Un golpe seco en la campana grande, lleno de acero, y luego tres golpes rápidos en la pequeña. Después un silencio y vuelta a empezar.

Tocar en los entierros era muy serio y muy importante. No podía cometerse ningún error. Las campanas debían sonar ceremoniosas, con sus arpegios fúnebres y huecos. Así hasta que la gente abandonaba al muerto y el cementerio quedaba con un nombre más, repleto de adioses, de rumores como alas, de oraciones tristes y diapasones, de gatos y resquicios y fotografías rotas y miles de gritos en las losas y cipreses y flores y marcas de uñas. Y un sitio más, y un sitio menos. En la ciudad el nicho 7, fila 4, tercera galería. En el pueblo una esquinita, donde sea.

Yo, Fina, si me dan a escoger prefiero un nicho urbano, con hormigón armado y yeso, al hoyo en la tierra tan frío, tan podrido, tan lleno de huesos y animales. Es más bonito, tal vez, pero más frío, más sucio.

Y ya no me enrollo más, Fina, pero necesitaba hablar, y por eso he llamado a tu programa, porque la idea de morir me asusta, Fina, y no me deja dormir. Porque cada mañana para mí es como un triunfo y cada noche una batalla nueva. No sé por qué, pero así es. Y me cabrea pensar en estas cosas y que me puedo morir cualquier en momento: haciendo el amor, sobre la taza del water, en un cementerio, en un lavabo de señoras, en el teatro, en el pupitre de clase, en una sauna, en una boda, en la pescadería, en un velatorio, en un taxi, debajo de la cama, en un bar... Tanatofobia, dice un amigo, pero no sé, Fina.

Hoy fui a la funeraria con mi novia para hacer unos papeles de lo de mi tío y al salir, después de rellenar mil documentos, una señorita nos dijo: "Pasen por caja" y yo me asusté. Y luego en casa se lo conté a mis padres y me decían que era bobo y que no pensara en esas cosas y echaban tierra sobre el asunto. A ver que me aconsejan, Fina, porque no puedo dormir. Por eso he puesto la radio y te he llamado, porque si no lleno de ruidos los silencios el pensamiento se me encharcará de coronas y oraciones y el pecho se me hará duro y el corazón blando y comenzará a sonarme un ruidito adentro, como un pájaro carpintero.